Me gustan los objetos, manipularlos, reciclarlos, transformarlos, personalizarlos para darles una nueva vida. Me gusta hacer cualquier pieza a medida, como si fuera una modista de alta costura de la bisutería. Me gusta crear cosas bonitas, llenas de belleza y magia. Conseguidas desde la espontaneidad, la ternura, la fuerza, la ironía y la serenidad y, sobre todo, que todos las puedan disfrutar.
Mi trayectoria artística se ha construido a partir de materiales insalvables y mis creaciones son una especie de recuerdos del mundo. De mí se ha dicho que mis objetos son insólitos para adornar el cuerpo. En realidad el uso de cada material me ha aportado la originalidad de las colecciones. He trabajado desde la resina, pasando por la madera, los tejidos, el plástico, la porcelana, el hierro, el vidrio, la plata o las piezas que estoy experimentando ahora mismo a partir de la naturaleza con los frutos que recojo del árbol Brachychiton populneus.
Esta nueva colección me ha inspirado a que estas joyas, con sus figuritas y colores sean pequeñas historias, cada una de las cuales tiene vida por sí misma. En este nuevo camino que tiene como continente un elemento de la naturaleza, las piezas pasan a ser, ante todo, la contemplación de una obra de arte y después, si se quiere, un complemento especial de objetos no habituales para este uso.
Mis joyas no lo son por el valor sino por lo que contienen, porque todo lo que pasa por mis manos, me estira y lo he de manipular. Esto da un sentido lúdico al complemento: nada debe ser serio, pero debe favorecer, debe ser único. Se trata, pues, de desdramatizar el ornamento y ofrecerlo en clave de humor, como si fueran joyas de mentira.
Todo empezó el día que me lo encontré al azar, en el suelo de un parque.
Era feúcho, leñoso, negro con protuberancias, como un viejo centenario. Tenía la boca abierta, ¿quizás me llamaba? Y me mostraba, sin ningún pudor, sus semillas amarillas como el maíz distribuidas reticularmente como un nido de abejas.
Con cierto aire de ladrón lo recogí, a él y a los compañeros que compartían rama y … ¡directos hacia el taller! Allí estábamos él y yo, observándonos mutuamente, pero sin atrevernos a tocar. Pasaban las horas y pasaban los días hasta que una noche la atracción fue tan fuerte que… lo cogí, lo miré por el derecho y por el revés, incluso lo acaricié, descubro su dureza y, a la vez su flexibilidad, lo vacío de sus aferradas semillas, lo lavo, lo trato…Una vez limpio y pulido lo volví a llenar, pero ahora con objetos pequeños casi minúsculos, minimalistas, como una perla. Ya está,¡ lo había transformado! Y en ese momento supe que aquello era el principio de una intensa historia de amor.
Aunque parezca extraño, me enamoré del «Brachy» y, como en toda historia de amor voy esforzándome en conocerlo a fondo. Lo miraba, escuchaba y lo tocaba y, finalmente… acabé dominándolo. Descubrí su dureza, sus golpes escondidos de rebeldía, había que tener cuidado porque en su interior tiene unos «pelillos» que pican muchísimo, vaya… que como el amor, en ocasiones te hace llorar.
Una vez la relación fue estable, hice de él lo que yo quería: le agrandaba la boca y la convertía en una caja mágica donde cabía de todo: un teatro, una casa, un paisaje e incluso, una carpa de circo que llenaba de vida con personajes que cuentan historias cotidianas o tal vez insólitas como nuestra relación. Poco a poco las fábulas eran más imaginativas y complicadas hasta el punto de que estas pequeñas cajas pasaban a ser objetos-joyas. Había una envoltura para protegerlas, cuando quedaban quietas en casa, como él hacía con sus semillas y, surgen los marcos preciosos o las cajas engalanadas de oro y pedrería con color y luz. Y… tachinnn, voilà… ya tenemos un colgante que puede adornar el cuerpo y un cuadro que puede decorar nuestra casa.
Nuestro enamoramiento sigue firme, la imaginación no se detiene, la magia continúa. Es la historia de un intenso amor.
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